
El Cholo Ciano era de esos periodistas que hacían del oficio una forma de estar en el mundo: con la oreja atenta, el corazón abierto y la palabra precisa, incluso para quienes comenzaban a dar sus primeros pasos en esta profesión.
Se fue el “mejor de los nuestros”. En el ajetreo diario de la redacción, el llamado que no queríamos recibir finalmente llegó: “Murió el Cholo”. Una de las pocas personas que no era necesario identificar por el apellido. Decir Cholo alcanzaba no solo para referirse a un periodista que se convirtió en el ejemplo a seguir para muchos de nosotros, sino para identificar a una de esas personas que derrochaban generosidad y bondad a cada instante, a cada paso.
Décadas y décadas ejerciendo el periodismo, en distintos medios de la ciudad, para, desde acá también, ganarse el respeto y el cariño de todos sus colegas, pero además de artistas, deportistas o políticos, que lo terminaron convirtiendo en un amigo.
Un tipo distinto, entrañable. Enamorado de su familia, compañero de su esposa Isabel en mil batallas, orgulloso de su hijo y nietos, y amigo de esos a los que se podía acudir en cualquier momento, en cualquier lugar, para recibir su consejo, su palabra de aliento o su reflexión.
“Cholo, así no llegamos más”, le reproché más de una vez cuando coincidíamos en dirigirnos a un mismo lugar. Resultaba imposible ya que se paraba cuatro o cinco veces por cuadra a charlar con la gente. Para todos tenía una palabra, un comentario. Como si los conociera de toda la vida. Y así era en todos lados. No era una pose ni una situación fingida. Lo sentía y se notaba. Lo mismo sucedía en el café, en la cancha, en el teatro, en las numerosas peñas a las que pertenecía o lo invitaban. A nadie le quería fallar. Se hacía tiempo para todos.
Lo vi reírse con ganas ante “metidas de pata” históricas en cámara o ante el micrófono, que las recreaba con gracia en cualquier asado. Lo vi llorar cada 2 de abril en el acto “de los chicos de Malvinas”, como identificaba cariñosamente al centro de Ex Combatientes en Malvinas de Mar del Plata que lo había elegido como padrino, algo que lo llenaba de orgullo.
Este triste viernes 11 de julio se fue mucho más que un periodista: se fue un compañero entrañable, un tipo bueno, curioso, de esos que siempre tenían tiempo para escuchar y una frase justa para decir.
Cholo era de esos colegas que hacían del oficio una forma de estar en el mundo: con la oreja atenta, el corazón abierto y la palabra precisa, incluso para quienes comenzaban a dar sus primeros pasos en esta profesión. La palmada y la palabra de aliento eran moneda corriente en encuentros con quienes lo tenían como un referente o maestro.
Nunca le gustó el protagonismo, pero era imposible no notarlo cuando entraba a una redacción, a una conferencia o un café. Tenía esa manera tranquila de hacerse presente, de ganarse el respeto sin alzar la voz. Esa voz tan particular. Tan rara, tan distinta, tan identificatoria. Tan Cholo.
Cultivaba amistades con la misma dedicación con la que hacía sus reportajes: con paciencia, con afecto, con honestidad. Sabía contar historias, pero sobre todo sabía mirar a los demás, entenderlos, acompañarlos. Era periodista, sí, pero también era un tipo que hacía bien tener cerca.
Hoy cuesta escribir estas líneas. Porque se fue un amigo. Porque se apaga una voz que, sin estridencias, decía siempre lo necesario. Porque duele la ausencia de alguien que hizo del periodismo una forma de estar junto a la gente y no por encima de ella. Lo vamos a extrañar todos los días. En las redacciones, en los pasillos, en los estudios, en las sobremesas, en las calles, en los actos, en la peña de colegas y amigos.
Duele entender que su corazón, ese tan grande, haya dicho basta. Las peleó todas, muchas, y hasta el final. Con dignidad, entereza y valentía. Se fue el mejor de todos nosotros. Se fue el Cholo. Su legado queda en la memoria y el corazón de quienes gozamos del privilegio de tenerlo cerca.